domingo, 18 de mayo de 2014

“Carros de fuego”: Competiciones con esfuerzo humano y aliento divino

En estos días se cumplen 90 años de las míticas victorias de dos jóvenes universitarios británicos, Eric Lidell (en 400 metros) y Harold Abrahams (en 100 metros) durante los Juegos Olímpicos de París (mayo-julio de 1924). Con ese motivo, hemos querido publicar esta emotiva reseña que pone de manifiesto el trasfondo cultural y religioso de aquellas pruebas que recoge el filme. Sin duda, fueron mucho más allá de una simple confrontación atlética...

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Refiriéndose a la literatura, Italo Calvino opinaba que: los clásicos son aquellos libros de los cuales se suele decir: "Estoy releyendo..." y nunca "Estoy leyendo...". Parafraseando al ilustre escritor, se podría afirmar que una película clásica es aquella de la que se suele decir "he vuelto a ver..." y nunca "he visto...". No sé si el lector incluiría en esta categoría a Carros de fuego, la cinta británica dirigida por Hugh Hudson en 1981, nominada a 7 Oscars y ganadora de 4: mejor película, mejor guión original, mejor banda sonora y mejor vestuario. Mientras lo piensa, hagamos un poco de historia.

El film fue presentado en el festival de Cannes de 1981 donde, a pesar del buen reconocimiento de la crítica, sólo recibió el galardón al mejor actor de reparto (Iam Holm). Su estreno en España, en enero 1982, pasó casi inadvertido; sin embargo, unos meses después, cuando la película recibió los premios de la Academia de Hollywood, los exhibidores españoles se apresuraron a reponerla y la asistencia alcanzó el millón y medio de espectadores.


Loemos a los hombres famosos y a los padres que los engendraron”. Con estas palabras del Libro del Eclesiástico comienza la película. Enseguida, la ya mítica banda sonora de Vangelis acompaña a unos jóvenes atletas que corren por la playa, configurando una de las escenas más reconocibles de la historia del cine.

La acción transcurre durante los años anteriores a las VIII Olimpiadas que se celebraron en París en 1924. Los jóvenes protagonistas son Harold, un judío que estudia en Cambridge, y Eric, hijo de un misionero protestante escocés, que ha regresado a su país tras varios años en China. Ambos son dos magníficos atletas y sus vidas se cruzan en la lucha por las medallas olímpicas. Sus motivaciones son bien diferentes: Harold piensa en el éxito como una palanca que le eleve por encima de un cierto complejo social; Eric es un hombre de profundas creencias religiosas, que ve en el triunfo un modo de servir a Dios.

Las vicisitudes de los dos personajes, sus crisis, el proceso de maduración de uno, la fidelidad del otro a sus convicciones religiosas por encima de toda gloria humana..., todo ello se nos presenta mediante secuencias plenas de acierto, por la profundidad de los diálogos y la elegancia de la puesta en escena.

Conforme avanza la película, el espectador es cada vez más consciente de la valía personal de los dos jóvenes, cuyas preocupaciones, deseos y proyectos van más allá de la inmediatez de la victoria. Hay que decir que las historias paralelas que se nos cuentan tuvieron sus protagonistas reales, con verdadera participación olímpica y con recompensas en medallas: con todas las licencias propias del cine, el guión tiene la fuerza de lo real.

En el apartado técnico, no sólo la música de Vangelis alcanza la excelencia. También es justo destacar el gran trabajo de fotografía, la perfecta ambientación y el oscarizado vestuario. Las interpretaciones de los actores –poco conocidos entonces, salvo Iam Holm–, sin ser memorables, resultan creíbles y correctas.

Hay quienes han querido ver en el film una exaltación de las virtudes del pueblo británico. Es posible que formalmente sea así. Pero una mirada menos superficial puede descubrir en el argumento valores universales e imperecederos: la tenacidad, la lealtad, la amplitud de miras, la necesidad de compartir los triunfos y sacar consecuencias útiles de los fracasos.

¿Una película clásica o sólo nostálgica? Italo Calvino nos da otra pista: lo clásico –afirma‑ es aquello que “persiste como ruido de fondo, incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone”. Como la experiencia personal es insustituible, quizá lo mejor sea recomendar al lector un nuevo visionado; o que le dé una oportunidad si no la conociera. Puede ser un (re) descubrimiento en el 90 aniversario de aquellos míticos acontecimientos.
JUAN JESÚS DE CÓZAR

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